En
Santos Suárez descubrí maneras de la felicidad que me atraparon para siempre. Yo
era de Luyanó con su esquina de Toyo, con la gente caminando por el medio de la
calle, con la Vía Blanca de los camioneros y con los cafés de la Calzada de Concha y con mi pulcras escuelas
de primaria y secundaria. También en Luyanó estaban los amigos de todos los días
que jugaban a hacerse los héroes del beisbol y me llevaban al cine Ritz para
que aprendiera a fumar a escondidas en
el balcony mientras pasaban viejas películas.
Sin embargo, Santos Suarez fue mi barrio adoptivo. Allí vivían mi abuela y mis tías.
Santos Suárez con sus magníficos parques y los flamboyanes de la avenida Santa
Catalina. La esquina de la cafetería Niágara era entonces el centro del mundo con
sus sándwiches, el cine con sus estrenos de
los jueves, la pizzería, una
librería bien surtida y la parada
de las rutas 37 y 79. Además del Santa Catalina estaban los otros cines: Los Ángeles,
Mara, Alameda, El Mónaco y el Santos Suárez, que fue el primero en desaparecer.
Yo bajaba por la calle Estrada Palma y
siempre me detenía
frente a la casa blanquísima de Amelia
Peláez para imaginarme su vida de
persona entre pinturas, plantas y cerámicas. Pero mi fachada preferida era la
casita de madera en la misma calle y que
por puro milagro ha sobrevivido hasta hoy, de un estilo que no es el nuestro pero
de un encanto que es universal. Y, sobre todo, en Santos Suárez descubrí el paseo
inteligente y el gozo expectante mientras caminaba acompañado hacia la Ward.
Era una época en la que creíamos que la juventud es algo
que dura toda la vida. Y eso se parece mucho a la felicidad.
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