Una noche viajé dentro de una caja de zapatos. Fue un episodio rodeado de
rezos y nervios, pues el doctor del pueblo dijo que no llegaría con vida. A mi
abuela se le ocurrió envolverme en algodones y botellas de agua caliente. Y me
acomodó en la caja de cartón de los últimos zapatos comprados por mi padre. Entonces dejamos Madruga y partimos en un Plymouth azul hacia un hospital de Matanzas. Allí me cuidaron un tiempo en una incubadora.
Cuando salí de aquel útero artificial,
estallé en alegría y disfruté con libertad del pecho de mi madre que aún no
había cumplido los quince años. Yo tenía tantos deseos de ser el primer hijo,
el primer nieto y el primer sobrino que vine al mundo a los siete meses. Mi
abuela le agradeció con sus lágrimas a San Lázaro y me unió para siempre al
santo milagroso.
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