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jueves, 20 de agosto de 2015

EL VIAJE


Una noche viajé dentro de una caja de zapatos. Fue un episodio rodeado de rezos y nervios, pues el doctor del pueblo dijo que no llegaría con vida.  A  mi abuela se le ocurrió envolverme en algodones y botellas de agua caliente. Y me acomodó en la caja de cartón de los últimos zapatos comprados por mi padre. Entonces dejamos Madruga y partimos en un Plymouth azul hacia un hospital de Matanzas.  Allí me cuidaron un tiempo en una incubadora. Cuando salí  de aquel útero artificial, estallé en alegría y disfruté con libertad del pecho de mi madre que aún no había cumplido los quince años. Yo tenía tantos deseos de ser el primer hijo, el primer nieto y el primer sobrino que vine al mundo a los siete meses. Mi abuela le agradeció con sus lágrimas a San Lázaro y me unió para siempre al santo milagroso.   

sábado, 5 de febrero de 2011

BAILES EN LA CARRETERA.

Por: Lázaro Sarmiento

Estuve años buscando esta foto en los recuerdos de la familia. En mi infancia, escuché mucho hablar de los bailes en Mocha, una diminuta localidad en la carretera entre Madruga y Matanzas. La muchacha que aparece en el centro de la imagen es mi tía Rosita. La escoltan su novio y su cuñado. Cuatro años después de esta foto, Rosita se mató jugando a la ruleta rusa. Como apretó el revólver convencida de que la bala del arma no estaba ligada a su destino, murió con una expresión plácida en el rostro. Fue un mediodía en la terraza de mi abuela en Santos Suárez.

En una ocasión, mi abuela quería que Rosita y Gina, mi otra tía, regresaran temprano a la casa y como garantía de que ellas no se excederían en su salida nocturna, exigió que me llevaran al paseo. Yo tenía entonces ocho años y me gustaba acompañarlas pues comenzaba a interesarme la vida de los adultos. Esa noche mis tías y sus novios fueron a un night club en las afueras de La Habana. Me dejaron sentado en el asiento trasero del automóvil, pensando que terminaría dormido. Pero su sobrino quería tener los ojos bien abiertos para observar lo que ocurría fuera de los cristales del auto.

Una música con trompetas y percusión se oía muy cercana. En el parqueo, el metal de los carros revotaba las luces de un anuncio de neón azul y naranja, con la imagen parpadeante de una bailarina. Las parejas entraban y salían del club besándose o susurrándose cosas al oído. Ellos con los brazos enlazados a las cinturas de las mujeres. Sonreían de una manera que yo desconocía. Montaban en los autos y ellas se enroscaban como serpientes en los cuellos de los hombres. En los asientos, algunas manos con las uñas pintadas se apoyaban en los muslos de los hombres, cuyos pantalones parecían hincharse hasta que ellos encendían los motores. Pisaban los pedales. Y en unos segundos las máquinas se perdían en la carretera. Seguro que iban hacia otros sitios encantados bajo el cielo estrellado.

Las excursiones con Rosita y Gina aumentaron en los dos años siguientes. Y la vida de los adultos me pareció entretenida, amorosa y festiva hasta el mediodía en que escuché un disparo en la terraza de mi abuela. Había llegado la hora de comenzar a descubrir las sombras que oscurecen las luces de los bailes.




Boda de mi tía Rosita en la casa de Santos Suárez. Yo en el centro junto a mi prima Cachita. Detrás mi abuela Margot y a su izquierda Gladys, mi mamá.


viernes, 16 de julio de 2010

MIS MUSLOS NO TIENEN NADA QUE ENVIDIARLE A LOS DE ROSITA FORNES.

Por: Lázaro Sarmiento

Los muslos de Rosita Fornés eran tema frecuente de conversación en mi familia. Igual sucedía con el pelo de María Félix. Delante de las visitas, mi abuela decía siempre que el pelo de mi madre era tan hermoso como el de la actriz mexicana. En verdad, mi madre poseía una abundante y atractiva cabellera que debió empezar a teñírsela desde niña porque las canas aparecen en esta familia a edades muy tempranas.


El pelo era una de las obsesiones de mi abuela. Una vez, durante una crisis económica muy fuerte que hubo en el país , me hizo jurarle por San Lázaro y toda la Corte Celestial que si , por desgracia del destino, llegaba a perder la cabeza antes de morirse, no dejara que la enterraran con las canas al aire, que se las cubriera aunque fuera con betún o papel carbón.

En los años sesenta, debido a la escasez de productos, era muy difícil para la peluquería Hollywood complacer a sus clientas, entre las que se contaba mi abuela desde sus días de empleada doméstica. Hacerse un peinado y teñirse en Hollywood fueron dos cosas que se le pegaron de la Polaca porque, para bien o mal, los empleados adoptan muchos de los hábitos de las personas para las que trabajan. A la peluquería la acompañaba en ocasiones su hermana Marina. Las dos, en mi presencia, acostumbraban a protagonizar la siguiente escena:

Marina se subía gozosa la saya plisada y con pose de bailarina de can can me preguntaba:
-Dime Lazarito si mis muslos tienen que envidiarle algo a los de Rosita Fornés!
A lo que mi abuela añadía:
-Y eso que tú nunca te has hecho una cirugía plástica.

Marina creía que sus muslos eran superiores a los de vedette nacional. Yo, por unos segundos, fingía que dudaba. Luego le decía que los suyos eran más hermosos que los de Rosita, pues la conveniencia de mentir para darle alegría y tranquilidad a los demás figura entre las acciones que aprendemos de niños. Por eso, para impresionar a mis compañeros de la escuela, trasmutaba a mi abuela en primera dama de un drama, o reina de una fabulosa aventura. Y ella me seguía divertida.

Cuando los polacos se fueron de Cuba y nos quedamos de dueños de la casa, yo traía a mis amigos y los conducía en una visita dirigida por la terraza del frente, la sala, el comedor y la terraza lateral. Estos son ceniceros de murano…aquí el tocadiscos de alta fidelidad y la voz de Nat King Cole en Aquellos ojos verdes, voy a encender la luces indirectas, miren estas reproducciones en miniatura del Empire State y la Torre Eiffel, no toquen por favor las copas de bacará. ..Les mostraba los jarrones de inspiración cubista y todos los objetos posibles acumulados en un inmueble de la pequeña burguesía en el barrio de Santos Suárez.

La pieza favorita, la que superaba a todas las demás en los performance sobre mi abuela por el mundo, era el abrigo de visón que ella había comprado en una de sus visitas a Nueva York. Mi abuela no desmentía una sola palabra. Se iba a la cocina a preparar una limonada mientras el mayor de sus nietos, muy ceremonioso, salía del dormitorio principal mostrando el magnífico abrigo que por puro milagro los polacos no vendieron antes de marcharse a los Estados Unidos. Ignoraba que para su confección habían sido sacrificados unos 60 ejemplares del pequeño mamífero llamado visón. Yo le anunciaba a los imberbes espectadores que esta era una prenda carísima salida de una tienda en la Quinta Avenida de Nueva York. Hasta entonces, esa ciudad había sido principalmente el escenario mágico de muchas películas que transmitía la televisión en Cine del Hogar. Pero en pocas semanas se convirtió en los periódicos en un lugar muy vinculado a Cuba. Fidel Castro ya había estado dos veces en Nueva York y desde allá viajó a La Habana el birmano Utah, jefe de las Naciones Unidas, cuando el planeta estuvo al borde de una hecatombe atómica durante la crisis de los cohetes.

Hubo gente que no tenía miedo de la guerra, pero mi abuela permaneció muy preocupada por esos meses porque mis tíos y los maridos de mis tías fueron movilizados en unidades militares secretas. Yo no tenía edad entonces para entender el peligro global. Y mientras los milicianos marchaban hacia lugares que no aparecían en los mapas, y desde lo alto de los rascacielos enanos de La Habana podían verse con prismáticos los barcos de guerra norteamericanos en el horizonte, yo me entretenía inventando historias para mis compañeros de aula, como la del amante que mi abuela tenía en Panamá, donde amasaba una fortuna incalculable que algún día nosotros heredaríamos. Mi abuela nos invitaba a pasar a la terraza cercana a los flamboyanes. Allí nos servía la limonada con hielo frapeé en bandeja de plata.

Poco importaban los acorazados yanquis a unas pocas millas del malecón habanero. Yo me sentía a salvo buscando en los armarios de los polacos nuevos tesoros con los que deslumbraría a mis amigos, y mi tía Marina estaba feliz porque creía que sus muslos eran más hermosos que los de Rosita Fornés.

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Yo les mostraba el Empire State en miniatura...

Mi abuela Margot (izquierda) y Marina a principios de los sesenta. Mi tía-abuela (90 años) aún vive pero ya no puede recordar la época en que estaba orgullosa de sus muslos.



… una de las obsesiones de mi abuela.

jueves, 15 de octubre de 2009

RECUERDOS DE ELEFANTES URBANOS.


Por: Lázaro Sarmiento

No se si fue el elefante encadenado a una bola de hierro que ví en el portal del teatro Martí , o la Virgen del Camino en su isla de promesas y gladiolos por donde pasan los vehículos al entrar a La Habana a través de la Carretera Central. No logro precisar cuál es la imagen urbana más antigua que guardo de la niñez cuando mis padres dejaron el pueblo de Madruga y se mudaron a La Habana. A veces pienso que el paquidermo en la esquina de Dragones y Zulueta es un recuerdo sembrado. Pero siempre me faltan deseos para averiguar en los archivos si en los años sesenta hubo algún espectáculo que incluyera la exhibición de un elefante en la entrada del popular teatro vernáculo. Después, en la escuela primaria Rubén Martínez Villena, de Luyanó, una gordita llamada Sonia me decía que tenía un elefante pequeño en el patio de su casa, que el animal se lo había regalado su tío, un chofer de Ómnibus Urbanos. Todos los días, Sonia traía al aula una historia nueva sobre su elefante. Es la mentira más antigua que recuerdo y más deliciosa que las dichas a mis compañeros del colegio cuando yo los llevaba a casa de mi abuela en Santos Suárez y les mostraba el abrigo de visón que ella había heredado de los “polacos”. Yo les contaba que esa prenda confeccionada con la piel de un pequeño mamífero carnicero la había usado mi abuela en sus viajes con un amante acaudalado por los océanos del mundo a bordo de transatlánticos que tocaban los puertos de Corfu, Nueva York, Río, Liverpool... En esa época yo había descubierto un libro de lecturas de segundo grado, desfasado por la realidad , cuyas páginas incluían un escrito sobre el Queen Mary, el barco de pasajeros más lujoso del planeta ¿Y quién mejor que mi abuela, mi cómplice en todo, para disfrutar de aquella maravilla de los mares?

Con ella, mi infancia navegó a gusto por el territorio del nunca jamás de las primeras mentiras.

Arriba: El Queen Mary desde cuya borda imaginaba a mi abuela viendo por primera vez los rascacielos de Manhattan y el exuberante paisaje de Río. Abajo: Mi abuela, Hannie y yo, años después de las exhibiciones del abrigo de visón.

Fiesta de carnaval en la Escuela Rubén Martínez Villena, calle Enna, Luyanó, La Habana, en algún año de la década del sesenta. Los estudiantes imitaban a los personajes del programa Aventuras del Canal 6 de la televisión. Yo, el primero de la derecha, como Marcial Alvarado, el héroe de la serie que se transmitía en ese momento.

domingo, 10 de mayo de 2009

ALBUM DE FAMILIA: LA ABUELA GALLINA.

Por: Lázaro Sarmiento

En la foto de arriba mi abuela Margot (al centro) y cuatro de sus hijos. Mi abuela se convirtió en un personaje decisivo en mi vida desde el día en que vine al mundo sietemesino en una finca, en medio del campo, distante de cualquier hospital. Mi madre no había cumplido aún los quince años. Los dos nos beneficiamos de la experiencia maternal de mi abuela. Ella fue quien me colocó en una caja de cartón con abundantes algodones y botellas de agua caliente. En esa incubadora rústica llegué a un hospital de la ciudad de Matanzas con muy pocas posibilidades de sobrevivir. Mi abuela estuvo llorando varios días y las promesas que hizo por mi salvación determinaron mi nombre: Lázaro. Nunca dejó de encenderle velas al santo que, según decía, le debo la vida.

Luego pasaron los años y, aunque vivíamos en distintos barrios, yo siempre quería estar en su casa los fines de semana o durante el paso de un ciclón , o cuando me enfermaba. Le gustaba tener a todos los hijos y nietos debajo de la saya. Le decíamos la abuela gallina. Ella y yo jugábamos a la realeza con todos los cachivaches y lujos que heredó de la casa donde fue sirvienta largo tiempo. Trabajó para unos polacos que la trataban como un familiar pero le pagaban solo treinta pesos al mes por hacer todas las labores domésticas.

Mi abuela me decía: espérame en la terraza que voy a llevarte limonada. Y allí me servía la refrescante bebida en bandeja de plata y copa de bacarat. Yo andaba por los siete u ocho años. También nos deleitábamos imitando grandes festines con una primorosa vajilla en la gran mesa de cristal donde antes se sentaban los amigos de los polacos, comerciantes como ellos de la calle Muralla de La Habana. Y como casi todas las abuelas, ella fabricaba pan de la nada.

Jamás hizo preguntas molestas y fue mi cómplice inteligente y creativa. Para consumo de mis compañeros de colegio, yo le inventaba antiguos amantes en Sudamérica y viajes en trasatlánticos. Ella le tenía horror a las canas (una fobia familiar). Cuando las crisis de abastecimientos se agudizaban en el país y desaparecían de la tiendas los tintes para el cabello, recurría al papel carbón y a infusiones de flores que oscurecían el pelo. Al percibir que envejecía y podía perder la memoria, me hizo prometerle que no permitiría que la enterraran con el cabello sin teñir y que , si no había tintes, le cubriera las canas aunque fuera con betún negro para calzado. Fue lo único en que le fallé.
Arriba: Mi madre recién cumplidos los quince años y yo con dos meses y 25 días. El Copey. Madruga.
Abajo: unos años después…

martes, 7 de octubre de 2008


El Che de mi abuela.
Por: Lázaro Sarmiento

Entre las figuras a las que mi abuela encendió velas en su vida sobresalen San Lázaro y Che Guevara.

Lázaro era su Santo protector porque, decía ella, había salvado a su nieto cuando nació sietemesino en una finca distante de cualquier hospital con incubadora de oxígeno.

Al Che lo consideró un santo porque, según argumentaba, había renunciado a los cargos y honores que merecía por ser uno de los comandantes victoriosos de la Sierra Maestra y se había ido a luchar por los oprimidos a otras tierras del mundo, dejando atrás casa y familia.
El día en que supimos era cierta la noticia de la muerte del Che, mi abuela en su homenaje encendió una lamparita: la tapa de un pomo con aceite de cocina y un mechita de algodón. No sé si entonces escaseaban las velas o ella prefería el recurso rudimentario de la tapita con la que se han evocado a tantos espíritus en Cuba.

El Che era fotografía, canción, cientos de anécdotas sobre sus ideas y carácter, cartel urbano, nombre en reuniones públicas y gritos de pioneros por el socialismo seremos como el Che. Luego estaba el misterio de sus rutas por el mundo y de su paradero.


Y de aquel torbellino de imágenes y sonidos que rodearon la adolescencia de muchos cubanos como yo, permanece en mi memoria la imagen de una abuela, callada y dolida, frente a la muerte del Che como la de un ser cercano, querido.

Hay distintas maneras de reaccionar ante la noticia irreversible de una muerte. Para algunos lo más sano es dejarse llevar por los sentimientos porque hay un momento en que resulta inútil ponerle camisas de fuerza a la emoción. Luego habrá tiempo para secarse las lágrimas y reflexionar sobre el significado de una vida y la lección de sus actos.


Por eso mi abuela, que no era más revolucionaria que los demás, - y seguramente no comprendía cabalmente las doctrinas del Che- estuvo todo ese día de octubre dialogando con su propia tristeza. Y mientras miraba a sus nietos almorzar en silencio, tuve la impresión de que quería apretarnos más fuerte de lo habitual con su lazo de ternura, algo casi imposible porque ya nos mimaba al máximo.


Yo no tenía entonces la madurez para darme cuenta como la historia y los héroes entran de mil maneras en la intimidad de las familias .Ese hombre estaba vinculado a las cosas importantes que a mi abuela le habían pasado desde que triunfó la Revolución en 1959.


Lo primero, cuando los antiguos propietarios de la vivienda donde había sido doméstica por treinta pesos al mes le escribieron desde Miami y le dijeron: - Margot, cuídeme bien la casa-.Ella les contestó:
- Esta casa me la dio Fidel Castro.


Mi abuela sabía que algunas de las cosas positivas que le estaban sucediendo tenían que ver con los comandantes que rodeaban a Fidel, entre ellos el Che. Y la lámpara rudimentaria de aceite que ella encendió aquel día era su manera personal de mantenerlo vivo.

Hay hilos invisibles entre la memoria familiar y el culto a los héroes.
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