domingo, 10 de febrero de 2008

ROSITA FORNES: SENSUAL SIN LLEGAR A LA AGRESION VISUAL, MORAL O FAMILIAR.


Por: Lázaro Sarmiento

Desde el fondo de la platea avanzó en el personaje de Cleopatra sobre una parihuela dorada, sostenida por un grupo de musculosos súbditos. Los flecos negros de la peluca resaltaban la piel blanquísima del rostro y el cuerpo reclinado en almohadones mostraba los muslos aún victoriosos entre tules; la mirada en tic tac hacia ambos lados del pasillo lanzaba destellos de satisfacción. El público gritó, se paró, pataleó, lloró, quemó las palmas de sus manos. Esas eran las emociones que Rosita Fornés desencadenaba en 1989 en el teatro Mella de La Habana.

Los bailarines que conducían la litera se tomaron su tiempo para que cientos de pupilas observaran “de cerca” a la Reina de Egipto en su pública y democrática esplendidez. Y cuando la caravana subió al escenario comenzó el repertorio de adjetivos: Rosita faraónica! Bellísima! Rosita tridimensional! Regia! Cuello de porcelana! Bravo! Rosa de Cuba! Perrísima…!

Unos minutos después, el Chino Castellanos agarró las piernas de la artista y sostuvo su cuerpo, como imagen de una trapecista en su mejor forma, contra la gravedad de la pista. Fue una proeza acrobática en una mujer que tenía entonces 66 años.

Aproveché el intermedio para ir a su camerino y decirle que su entrevista-reportaje para el programa Musicalísimo de Radio Ciudad de La Habana había sido uno de los programas premiados ese año en el Festival Nacional de la Radio. Un peluquero, un maquillista, un vestuarista y una azafata me cerraron el paso. Por suerte me acompañaba un escritor muy conocido y la Fornés, al escuchar su voz insistiendo en pasar, salió disparada al encuentro de la buena noticia sin reparar que estaba a medio vestir. Su estilista de turno se apuró en cubrirla con una enorme sábana.

Un redactor en Wikipedia consigna que la palabra “vedette en francés, significa Estrella, la cual puede a la vez, cantar, bailar, actuar, mostrar su cuerpo de forma sensual sin llegar a la agresión visual, moral o familiar. La Vedette puede estar acompañada de un gran Espectáculo, con bailarines, una gran producción llena de plumas y lentejuelas, y que siempre en su momento fueron respetadas.” “Toda una vedette” fue quizás la última de las grandes revistas de Rosita en esa condición artística, que es como más la recordarán.

Esa noche ocurrían simultáneamente dos espectáculos en el popular teatro de la calle Línea: el del escenario y el del auditorio. Pocas figuras en Cuba son capaces de provocar reacciones tan apasionadas entre sus seguidores como las levantadas por Rosita Fornés. Registrar ese comportamiento daría como resultado un filme ,o un libro, con un poderoso atractivo sociológico.


domingo, 3 de febrero de 2008

ROSITA FORNES: UN TRABAJO A TIEMPO COMPLETO, CASI DE OBRERA.


Por: Lázaro Sarmiento


El sonidista había puesto en marcha el equipo de grabación sin que Rosita lo advirtiera. Transcurridos unos minutos, descubrió que aquella conversación desordenada estaba siendo registrada por la máquina. Entonces hizo una transición y con horror de baja intensidad, como en un radioteatro, preguntó: ¡¿Tu estas grabando esto?¡ Le dijimos que solo estábamos haciendo unas pruebas de audio. Gesto de contrariedad. Pestañas agitadas. Pero su enojo duró pocos segundos. Se aclaró la voz y con la impostación que estimó adecuada , empezó a contar la historia de su vida que se iniciaba en 1938 en la Corte Suprema del Arte, o un poco antes, a bordo de un trasatlántico español que la traía de regreso a la Isla, o mucho antes: niña disfrazada de odalisca frente a un gramófono.

Yo quería su visión sobre los hombres que se transformaban en rositas fornés en fiestas clandestinas. De las mujeres capaces de propinar golpes de boxeo con el fin de obtener butacas en las primeras filas de sus recitales. Del público que la esperaba a la salida de los Estudios del Focsa con flores, latas de conserva, cigarros, la estampita de la virgen, cualquier cosa, con tal de mimar a su estrella favorita. De la pirotecnia que le permitió conservar intacto su glamour cuando la vida se endureció y la palabra vedette perdió categoría. Me interesaba su actitud frente a los detractores que le reprochaban su imagen más cercana a Hollywood que al modelo de artista enarbolado por los nuevos tiempos de la Revolución. No hubo oportunidad de introducir estos temas. Los mitos tienen una poderosa intuición para administrar su biografía y terminan por imponer su propio guión.

Después de una hora de grabación, la cinta de audio había inventariado las escaleras por las que la Fornés descendió en escenarios de La Habana, México, Caracas y Barcelona; las operetas en las que brilló; su fotografía en la portada de la revista URSS; las cortinas de las que se aferró mientras interpretaba “Es mi hombre”; los policías que la escoltaron al salir del platillo volador posado en la Ciudad Deportiva; las plumas de pavo real que adornaron su cabeza en la pista de Tropicana; los bailarines que elevaron sus piernas hacia cielos de hojalata; los amantes que la cortejaron en melodramas ficticios y reales y Armando, al que amó de verdad; Rosita-Cleopatra en una carroza egipcia en los carnavales del Prado, y los elogios que recibió de músicos, escritores, periodistas y colegas durante los cincuenta años de artista recién celebrados. Al final, había hipnotizado a todos en el estudio con esa superabundancia de anécdotas, gestos y emociones. Incluso convenció a quienes la observaban con distancia en aquella pecera de radio.

Junto a Albis Torres y Sigfredo Ariel, que habían presenciado la entrevista, la acompañé hasta los bajos de la emisora donde estaba parqueado su Lada. Como si dispusiera de todo el tiempo del universo, saludó con oficio de diva a las numerosas personas que se le acercaron en la acera, queriéndola tocar, besar, ver, respirar su perfume. Se sentó frente al timón, puso en marcha el motor y se fue envuelta en los cristales oscuros de su auto.

En figuras como Rosita Fornés el oficio de estrella es un trabajo a tiempo completo, casi de obrera.

Continuará.
ENLACES RELACIONADOS:
ROSITA FORNES EN UNA PECERA (I)

ROSITA FORNES EN UNA PECERA (I)


Por: Lázaro Sarmiento

Ahora que Rosita Fornés celebra su cumpleaños 85, quiero recordar la entrevista que a fines de 1988 le hice para el programa Musicalísimo de Radio Ciudad de La Habana. La emisión fue premiada al año siguiente en el Festival Nacional de la Radio.

Cuando se abrieron las puertas del elevador, fue como si se hubieran descorrido las cortinas de un teatro: Rosita Fornés mitad-vedette, mitad- mujer real, en el papel de ella misma pero a las cuatro de la tarde.

Jean ajustando las carnes, tacones altos, gafas ahumadas, cabellera batida, labios de rojo intenso, maquillaje rejuvenecedor como piel extra, sarape mexicano encima del pulóver tortuga, perfume y unas pocas joyas de plata. Se acercaba ya a los 66 años pero los movimientos al andar, el brillo de los ojos y algunas partes del cuerpo gravitaban hacia edades imprecisas. Dijo “buenas tardes muchachos”, mostró la timidez coqueta de las famosas y cubrió a todos con una sonrisa luminosa, que no iba dirigida a nadie en particular, pero que cada uno podía interpretar como algo personal.

Le ofrecieron una taza del único café posible que existía, es decir, malo, y lo agradeció como el más exquisito gourmet. En todo momento daba la impresión de concederle una gran importancia a esta entrevista, no obstante tener lugar en una emisora que muy pocas veces difundía sus grabaciones pero donde –le habían dicho- “trabajaba gente muy inteligente”.

Las pupilas de los jóvenes de Radio Ciudad reflejaron ese día un arcoiris de reacciones: curiosidad, morbo, admiración, sorpresa, frialdad, dureza y respeto. Empeñados en hacer una radio lo más parecida posible a la época en que vivían, la mayoría no tenía vínculos con el mundo de farándula y lentejuelas al que permanecía anclado, en “handicap dorado", el nombre de Rosita Fornés.
Mientras preparábamos el programa, comenzó una conversación informal, de lo cotidiano y lo artístico. Rosita venía de solicitar que repararan la bomba de agua de su edificio -para esos trajines los vecinos contaban con ella- pues su nombre funcionaba como abre puertas; habló de los leones cuyos rugidos llegaban hasta el balcón de su apartamento frente al zoológico- a veces esas fieras se ponen insoportables-, y nombró las canciones que estaba montando para una revista musical que estrenaría dentro de unas semanas.

Luego surgieron otros temas: el cine nacional la había ignorado olímpicamente durante casi 25 años hasta que filmó Se permuta; los funcionarios que dirigían la televisión no atendieron su último programa, el cual mudaron de horario y canal hasta que terminó desapareciendo, y hubo una época en que fue criticada por los constantes cambios de trajes ( en una noche: georgette, organza, shantoung, lamé plateado) en Desfile de la alegría o De repente en TV. Pensé: si en Cuba no querían culto a la personalidad, no podía haber tampoco culto a Rosita Fornés.

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miércoles, 23 de enero de 2008


Joan Crawford, Fitzgerald y Lillian Hellman: Con tiempo para decidir

Por: Lázaro Sarmiento

Dice Harold Pinter que al borde de la muerte no hay tiempo para pensar, sólo para sentir. Y en su caso “solo para seguir manteniendo la capacidad de respirar”.

Antes de ese instante en que lo primordial es el oxígeno que llega a los pulmones, hay personas que disponen con meticulosidad el destino de sus bienes materiales, ya sean las burbujas de un imperio de bebidas gaseosas, un cubrealtar ruso o un pendiente en forma de alfiler.

Estoy leyendo por estos días un título delicioso: “El libro de los testamentos”, con selección e introducciones de Liliana Viola (2ª. Ed. Buenos Aires: El Ateneo, 1997). Estos textos informan más sobre sus autores que algunas biografías.

“El testamento de Joan Crawford es como una herramienta de tortura”. Cuando la actriz murió en 1977, convertida en la diva de la Pepsi Cola, no dejó nada para dos de sus cuatro hijos adoptivos: Christopher y Christina . Esta ultima escribió “Lo que ella quiso fue salir de la tumba y golpearme por última vez, sólo para probar cómo estuvo controlando todo durante estos últimos años”.

Francis Scott Fitzgerald redactó su testamento poco antes de su muerte en 1940. Zelda, su mujer, estaba internada en un manicomio. El escritor, que poseía muy pocos bienes, dispuso: “Doy, dejo y lego a mi esposa, en caso de que recupere la cordura, todo lo que hay en mi casa y el equipamiento de cocina para que sea usado y controlado según su deseo…”

Zelda le sobrevivió ocho años pero nunca volvió a utilizar la vajilla familiar. Es posible que Scott se haya engañado a si mismo a sabiendas que muy pocas veces se regresa de la locura.

El testamento de Lillian Hellman, fallecida en 1984, demuestra que no olvidó a ninguna de las personas que la rodeaban. Por ejemplo, a un tal Howard Bay le deja “el dibujo de Foray y la jaula de madera que cuelga del cielo raso del living de su apartamento de New York.”

A Selma Wolfman, “el prendedor sinfín que me regaló Dashiell Hammett”. A Mike Nichols, “el póster de Toulouse Lautrec”. Para Rita Wade, “cualquiera y todos los abrigos que ella elija, mi reloj de oro y el gran alfiler de platino y diamantes con forma de pluma”.La lista es larga.

No obstante su generosidad, este documento despertó controversias. Una nota en “El libro de los testamentos” acota que la Hellman nombra a varios fiduciarios de su propiedad literaria sin aclarar en ningún momento en qué porcentajes y qué derechos le corresponden a cada uno.

La jueza encargada de interpretar el testamento declaró: “Si bien las obras literarias de Lillian Hellman pueden ser consideradas obras maestras, su testamento es obra de alguien que no repara en las palabras, una desquiciada”.

Los testamentos enseñan mucho sobre la psicología humana.

lunes, 21 de enero de 2008

FRANCESCA BERTINI EN UN RECORTE DE PERIODICO


Por: Lázaro Sarmiento

Descubrí a Francesca Bertini en 1981, cuatro años antes de su muerte. Y como todo hallazgo tardío, mi ignorancia sobre la primera diva, fue compensada con la emoción y la pirotecnia.

El escritor Miguel Barnet me había traído de Madrid un ejemplar de El País que ,en la sección de Artes ,incluía dos fotos de la legendaria actriz italiana. La primera es de archivo y pertenece al melodrama operístico Asunta Spina (1914). Esta es la única película que se conserva de su etapa silente.

La otra imagen muestra a la Bertini a los 90 años acompañada por el actor Fabio Testi. El Festival de Cine de San Sebastián había homenajeado por esos días a la antigua reina de las divas y ella acudía a todos los actos oficiales del brazo de Testi, como escoltada por un gigoló de lujo.

Entonces no existía Internet, el mundo no se había globalizado como ahora y un simple recorte de periódico constituía un valioso regalo para quienes la información constituye mucho más que acumular datos: es morbo y placer.

Dije "descubrí a Francesca Bertini" porque, hasta esa fecha, era solo un nombre leído en las enciclopedias de cine. En sus películas"sobresalía la frescura de una niña en su rostro de mujer, con perfil sensual de camafeo”. Luego estaba “la belleza de sus ojos, bordeados de negro por un maquillaje que los volvía más misteriosos”.

Muy poco quedaba de esos ojos en la fotografía de 1981. Francesca, con un gesto que es muy parecido en las estrellas de todas las épocas, saludaba con una mano al auditorio o, quizás, le hacía un postrero guiño a la eternidad porque personalidades como ella son conscientes de su propia simbología .

Con hilos invisibles debieron sostenerse las pestañas de Francesca Bertini para no sucumbir al bombardeo de cientos de cámaras que la arropaban en una lluvia de luz.

Los ojos que "embrujaron" a los hombres de las primeras generaciones del cine, ahora imitaban un jeroglífico chino, como dibujados por finas líneas de rimel. En algún momento, la anciana debió acordarse de su antiguo poderío y fue entonces cuando sus ojos brillaron como los de una fiera: “Yo fui la primera diva, y era sólo una actriz que había creado un tipo de mujer. Yo inventé el neorrealismo… Pero lo hice toda sola: yo creé a Francesca Bertini”.

Afirmó que tenía el secreto de la juventud pero que no se lo diría a nadie y que regresaría a San Sebastián dentro de diez años.

Las razones por las que blindamos en la memoria elementos simples del pasado - el rastro de una colonia, el plateado de una fosforera en cualquier esquina oscura, o Francesca Bertini en un recorte de periódico – arman un mecanismo complicado, aunque parezca sencillo desde fuera.

Los grandes acontecimientos no siempre son los que marcan una vida .
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