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miércoles, 23 de enero de 2008


Joan Crawford, Fitzgerald y Lillian Hellman: Con tiempo para decidir

Por: Lázaro Sarmiento

Dice Harold Pinter que al borde de la muerte no hay tiempo para pensar, sólo para sentir. Y en su caso “solo para seguir manteniendo la capacidad de respirar”.

Antes de ese instante en que lo primordial es el oxígeno que llega a los pulmones, hay personas que disponen con meticulosidad el destino de sus bienes materiales, ya sean las burbujas de un imperio de bebidas gaseosas, un cubrealtar ruso o un pendiente en forma de alfiler.

Estoy leyendo por estos días un título delicioso: “El libro de los testamentos”, con selección e introducciones de Liliana Viola (2ª. Ed. Buenos Aires: El Ateneo, 1997). Estos textos informan más sobre sus autores que algunas biografías.

“El testamento de Joan Crawford es como una herramienta de tortura”. Cuando la actriz murió en 1977, convertida en la diva de la Pepsi Cola, no dejó nada para dos de sus cuatro hijos adoptivos: Christopher y Christina . Esta ultima escribió “Lo que ella quiso fue salir de la tumba y golpearme por última vez, sólo para probar cómo estuvo controlando todo durante estos últimos años”.

Francis Scott Fitzgerald redactó su testamento poco antes de su muerte en 1940. Zelda, su mujer, estaba internada en un manicomio. El escritor, que poseía muy pocos bienes, dispuso: “Doy, dejo y lego a mi esposa, en caso de que recupere la cordura, todo lo que hay en mi casa y el equipamiento de cocina para que sea usado y controlado según su deseo…”

Zelda le sobrevivió ocho años pero nunca volvió a utilizar la vajilla familiar. Es posible que Scott se haya engañado a si mismo a sabiendas que muy pocas veces se regresa de la locura.

El testamento de Lillian Hellman, fallecida en 1984, demuestra que no olvidó a ninguna de las personas que la rodeaban. Por ejemplo, a un tal Howard Bay le deja “el dibujo de Foray y la jaula de madera que cuelga del cielo raso del living de su apartamento de New York.”

A Selma Wolfman, “el prendedor sinfín que me regaló Dashiell Hammett”. A Mike Nichols, “el póster de Toulouse Lautrec”. Para Rita Wade, “cualquiera y todos los abrigos que ella elija, mi reloj de oro y el gran alfiler de platino y diamantes con forma de pluma”.La lista es larga.

No obstante su generosidad, este documento despertó controversias. Una nota en “El libro de los testamentos” acota que la Hellman nombra a varios fiduciarios de su propiedad literaria sin aclarar en ningún momento en qué porcentajes y qué derechos le corresponden a cada uno.

La jueza encargada de interpretar el testamento declaró: “Si bien las obras literarias de Lillian Hellman pueden ser consideradas obras maestras, su testamento es obra de alguien que no repara en las palabras, una desquiciada”.

Los testamentos enseñan mucho sobre la psicología humana.
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