La madre de todas las películas de monstruos, para mí es la madre de muchas emociones personales. Fue en alguna fecha de la década de 1960 cuando descubrí a King Kong frente a la pantalla de un aguerrido televisor Emerson. La memoria de aquella proyección es también la historia de un rapor. Lo mismo me sucedió luego con Los pájaros, Hair, El Jardín de los Finzi Contini, Bella de día y La nave va. Guardo más detalles del entorno en que vi estas películas y de mi reacción emocional que de muchas de sus escenas.
Así recuerdo con nitidez las calles por las que transité y las gentes con las que conversé después de disfrutar Hair en la sala Rialto. Esa noche todo fue deslumbrante en mis pupilas: el filme, los ómnibus, las caras, los cuerpos, las paredes carcomidas de Centro Habana. Y una fosforera plateada, encendida en una esquina mal alumbrada, quedó asociada para toda la vida con Acuario, la canción que unos minutos antes había tarareado en el cine de la calle Neptuno durante la proyección de Hair.
Pero es de King Kong de lo que quiero hablar. Me entero con retraso que el pasado domingo cumplió 75 años. La película se estrenó el 2 de marzo de 1933 en el Radio City Music Hall, de Nueva York. Es poco lo que puedo añadir a la avalancha de informaciones que desencadenó este aniversario. El planeta continúa atraído por el cartel del gorila batiéndose con una flota de aviones desde lo más alto del Empire State Building.
La heroína. El monstruo. Escenarios exóticos y remotos. La pelea con el dinosaurio. El peligro. Los nativos de la isla de Cráneo. La aventura .El misterio. Los mundos perdidos. La jungla de asfalto. Poderosos atractivos para un niño que quiere fabricar sus propios villanos y heroínas. Además, King Kong representó el deslumbramiento por el cine en una edad en que la mente es muy vulnerable a los estímulos.
Un monstruo movido por una rudimentaria animación stop motion puede recuperar escenas de un tiempo de mi vida que se parecía a la felicidad. Tal vez lo era.
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