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jueves, 7 de julio de 2011

EL CAMARERO DEL NEW YORK.

Por: Lázaro Sarmiento


Tengo un amigo que era camarero del hotel New York, en la calle Dragones. Lo fue hasta que hace unos años cerraron el hotel para repararlo. Desde entonces la fachada del New York se ha deteriorado y las ventanas han perdido los marcos y las hojas. Y los fantasmas de este edificio están condenados a no salir de sus habitaciones, ruinosas y mugrientas, pues las puertas exteriores fueron tapiadas con bloques de cemento.

La vida, la piel y el pelo de mi amigo camarero han corrido una suerte parecida a la fachada del hotel. Lo conocí una noche en la década de los ochenta: cuerpo vital, cabellera rubia, mirada depredadora, unos jeans ajustados y botas de vaquero. Era una de esas personas que a las pocas horas de conocerla pueden estar duchándose en el cuarto de baño de tu casa y haciendo planes para el fin de semana. Cada vez que me encuentro con él, reafirmo que las señales del deterioro ajeno constituyen también evidencias de la propia erosión. Y como no puedo escapar del reality show de los hoteles y los camareros y -como un fantasma de la calle Dragones- quedo atrapado entre muros.












domingo, 19 de diciembre de 2010

EL ROSTRO KASALTA.


Por: Lázaro Sarmiento

Esta tarde, un rostro detrás del mostrador de un comercio en el centro de la ciudad -estaba a cargo de las carnes y el pescado - me recordó, en un estallido de vibraciones insondables, otro idéntico que conocí de niño. Revoluciones, vuelos espaciales, epidemias, - incluso el planeta se había fragmentado y vuelto a armar- se sucedieron en el espacio de tiempo que separaba los dos rostros. El hombre al que correspondía el primero murió hace años siendo muy joven a causa de unas fiebres fulminantes. Trabajaba en la cafetería Kasalta, donde mi tía me llevaba porque ella disfrutaba como princesa china que un camarero con aire de soldado homérico le sirviera los más exquisitos eclears de vainilla de La Habana. El empleado de hoy aparentaba la misma edad que tenía aquel cuando desnudaba a mi tía con miradas dulzonas. Y similares eran su nariz, el ángulo de la barbilla, el cabello lustroso, los vellos del antebrazo y, sobre todo, el aura (palabra de antiguo prestigio). En unos segundos tuve la certeza brutal de que todos las demás masculinidades que yo había rozado hasta ese momento eran referentes falsos. Una aguja imantada apuntaba ahora, inexorable, hacia los bordes metálicos del frízer donde una belleza proletaria despachaba una libra de mozzarella con sonrisa calculada, el gesto cortés de todos los dependientes del mundo . Imagino una conversación. Tal vez una invitación a Kasalta, que se ha reinventado como un restaurante de moda. Este rostro, que era la recreación del otro, podía sintetizar un concepto del placer. ¿Algo más, señor? No hay diálogo. Le entrego el dinero en sus manos blancas y de venas jóvenes. Están frías como la mozzarella.

Me alejo hacia la profundidad de la ciudad. Hay certezas que llegan tarde.


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