Por: Lázaro Sarmiento
Tengo un amigo que era camarero del hotel New York, en la calle Dragones. Lo fue hasta que hace unos años cerraron el hotel para repararlo. Desde entonces la fachada del New York se ha deteriorado y las ventanas han perdido los marcos y las hojas. Y los fantasmas de este edificio están condenados a no salir de sus habitaciones, ruinosas y mugrientas, pues las puertas exteriores fueron tapiadas con bloques de cemento.
La vida, la piel y el pelo de mi amigo camarero han corrido una suerte parecida a la fachada del hotel. Lo conocí una noche en la década de los ochenta: cuerpo vital, cabellera rubia, mirada depredadora, unos jeans ajustados y botas de vaquero. Era una de esas personas que a las pocas horas de conocerla pueden estar duchándose en el cuarto de baño de tu casa y haciendo planes para el fin de semana. Cada vez que me encuentro con él, reafirmo que las señales del deterioro ajeno constituyen también evidencias de la propia erosión. Y como no puedo escapar del reality show de los hoteles y los camareros y -como un fantasma de la calle Dragones- quedo atrapado entre muros.
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