Esta tarde, un rostro detrás del mostrador de un comercio en el centro de la ciudad -estaba a cargo de las carnes y el pescado - me recordó, en un estallido de vibraciones insondables, otro idéntico que conocí de niño. Revoluciones, vuelos espaciales, epidemias, - incluso el planeta se había fragmentado y vuelto a armar- se sucedieron en el espacio de tiempo que separaba los dos rostros. El hombre al que correspondía el primero murió hace años siendo muy joven a causa de unas fiebres fulminantes. Trabajaba en la cafetería Kasalta, donde mi tía me llevaba porque ella disfrutaba como princesa china que un camarero con aire de soldado homérico le sirviera los más exquisitos eclears de vainilla de La Habana. El empleado de hoy aparentaba la misma edad que tenía aquel cuando desnudaba a mi tía con miradas dulzonas. Y similares eran su nariz, el ángulo de la barbilla, el cabello lustroso, los vellos del antebrazo y, sobre todo, el aura (palabra de antiguo prestigio). En unos segundos tuve la certeza brutal de que todos las demás masculinidades que yo había rozado hasta ese momento eran referentes falsos. Una aguja imantada apuntaba ahora, inexorable, hacia los bordes metálicos del frízer donde una belleza proletaria despachaba una libra de mozzarella con sonrisa calculada, el gesto cortés de todos los dependientes del mundo . Imagino una conversación. Tal vez una invitación a Kasalta, que se ha reinventado como un restaurante de moda. Este rostro, que era la recreación del otro, podía sintetizar un concepto del placer. ¿Algo más, señor? No hay diálogo. Le entrego el dinero en sus manos blancas y de venas jóvenes. Están frías como la mozzarella.
Me alejo hacia la profundidad de la ciudad. Hay certezas que llegan tarde.