Por: Lázaro Sarmiento
Todos los días del mundo me acuerdo de mi abuela Margot. Pero el día de San Lázaro me acuerdo más. Esta relación entre los tres empezó el día en que yo vine al mundo sietemesino en una finca, en medio del campo, distante de cualquier hospital. Mi madre no había cumplido aún los quince años de edad. Los dos nos beneficiamos de la experiencia maternal de mi abuela. Ella fue quien me colocó en una caja de cartón con abundantes algodones y botellas de agua caliente. En esa incubadora “milagrosa” llegué a un hospital con muy pocas posibilidades de sobrevivir. Mi abuela estuvo llorando varios días y las promesas que hizo por mi salvación determinaron mi nombre: Lázaro. Nunca dejó de encenderle velas al santo que, según decía, le debo la vida.
Luego pasaron los años y, aunque vivíamos en distintos barrios, yo siempre quería estar en su casa los fines de semana o durante el paso de un ciclón, o cuando me enfermaba. Le gustaba tener a todos los hijos y nietos debajo de la saya. Le decíamos la abuela gallina. Ella y yo jugábamos a la realeza con todos los cachivaches y lujos que heredó de la casa donde fue sirvienta largo tiempo. Trabajó para unos polacos que la trataban como un familiar pero le pagaban solo treinta pesos al mes por hacer todas las labores domésticas.
Mi abuela me decía: espérame en la terraza que voy a llevarte limonada. Y allí me servía la refrescante bebida en bandeja de plata y copa de bacarat. Yo andaba por los siete u ocho años. También nos deleitábamos imitando grandes festines con una primorosa vajilla en la gran mesa de cristal donde antes se sentaban los amigos de los polacos, comerciantes como ellos de la calle Muralla de La Habana. Y como casi todas las abuelas, ella fabricaba pan de la nada.
Jamás hizo preguntas molestas y fue mi cómplice inteligente y entusiasta. Para encender la imaginación de mis compañeros de colegio, yo le inventaba a mi abuela antiguos amantes en Sudamérica y viajes en trasatlánticos a ciudades lejanas. Siempre me seguía la rima.
Ella le tenía horror a las canas (una fobia familiar). Cuando las crisis de abastecimientos tocaban fondo en el país y desaparecían de la tiendas los tintes para el cabello, recurría al papel carbón y a infusiones de flores que oscurecían el pelo. Al percibir que envejecía y podía perder la memoria, me hizo prometerle que no permitiría que la enterraran con el cabello sin teñir y que, si no había tintes, le cubriera las canas aunque fuera con betún negro para calzado. Fue lo único en que le fallé.
Todos los días del mundo me acuerdo de mi abuela Margot. Pero el día de San Lázaro me acuerdo más. Esta relación entre los tres empezó el día en que yo vine al mundo sietemesino en una finca, en medio del campo, distante de cualquier hospital. Mi madre no había cumplido aún los quince años de edad. Los dos nos beneficiamos de la experiencia maternal de mi abuela. Ella fue quien me colocó en una caja de cartón con abundantes algodones y botellas de agua caliente. En esa incubadora “milagrosa” llegué a un hospital con muy pocas posibilidades de sobrevivir. Mi abuela estuvo llorando varios días y las promesas que hizo por mi salvación determinaron mi nombre: Lázaro. Nunca dejó de encenderle velas al santo que, según decía, le debo la vida.
Luego pasaron los años y, aunque vivíamos en distintos barrios, yo siempre quería estar en su casa los fines de semana o durante el paso de un ciclón, o cuando me enfermaba. Le gustaba tener a todos los hijos y nietos debajo de la saya. Le decíamos la abuela gallina. Ella y yo jugábamos a la realeza con todos los cachivaches y lujos que heredó de la casa donde fue sirvienta largo tiempo. Trabajó para unos polacos que la trataban como un familiar pero le pagaban solo treinta pesos al mes por hacer todas las labores domésticas.
Mi abuela me decía: espérame en la terraza que voy a llevarte limonada. Y allí me servía la refrescante bebida en bandeja de plata y copa de bacarat. Yo andaba por los siete u ocho años. También nos deleitábamos imitando grandes festines con una primorosa vajilla en la gran mesa de cristal donde antes se sentaban los amigos de los polacos, comerciantes como ellos de la calle Muralla de La Habana. Y como casi todas las abuelas, ella fabricaba pan de la nada.
Jamás hizo preguntas molestas y fue mi cómplice inteligente y entusiasta. Para encender la imaginación de mis compañeros de colegio, yo le inventaba a mi abuela antiguos amantes en Sudamérica y viajes en trasatlánticos a ciudades lejanas. Siempre me seguía la rima.
Ella le tenía horror a las canas (una fobia familiar). Cuando las crisis de abastecimientos tocaban fondo en el país y desaparecían de la tiendas los tintes para el cabello, recurría al papel carbón y a infusiones de flores que oscurecían el pelo. Al percibir que envejecía y podía perder la memoria, me hizo prometerle que no permitiría que la enterraran con el cabello sin teñir y que, si no había tintes, le cubriera las canas aunque fuera con betún negro para calzado. Fue lo único en que le fallé.