Por: Lázaro Sarmiento
Ese día sentí una felicidad expansiva, casi irídica. Había empezado a trabajar en una estación de radio ubicada en el lugar que para mí entonces era el centro del universo: La Rampa, en La Habana. Y aunque he sido infiel a muchas emociones, otras-como la primera vez "en el aire"- han quedado ancladas en la zona izquierda del cerebro donde, dicen, están las neuronas de la felicidad.
“… aprecio y respeto la humilde y tenaz fidelidad que determinadas personas –sobre todo mujeres- mantienen por sus gustos, sus discos, sus antiguas empresas, por las fiestas desaparecidas: admiro su voluntad de seguir siendo los mismos en medio del cambio, de salvar su memoria, de llevarse con la muerte la primera muñeca, un diente de leche, un primer amor.”
En la consulta del dentista, mientras esperaba mi turno con el terror, me hice acompañar de un libro que fue una de las lecturas deslumbrantes de mi juventud: Las Palabras (Les Mots) de Jean Paul Sartre, publicado en La Habana en 1970 en la Colección Testimonio del Instituto del Libro. Este texto era la primera parte de una autobiografía entonces inconclusa.
“He conocido a hombres que se acostaron ya tarde con una mujer envejecida por la simple razón de que la habían deseado en su juventud…A mi no me duran los rencores y lo confieso todo, complacientemente; estoy muy bien dotado para la autocrítica a condición de que no pretendan imponérmela.”
Disfruto de ese Sartre que, siendo en apariencia tan autobiográfico y personal, no deja de ser un malicioso manipulador. Pero no siempre podré afirmar como este discutido intelectual: “…soy constante en mis afectos y en mi conducta pero infiel a mis emociones…”.
Porque hay emociones a las que guardamos una reconfortante lealtad.
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