Hay sucesos breves que brindan placeres muy privados que nunca olvidamos. Una vez entré a
la cabina de proyección de un
cine de barrio mientras transcurría la función. Me habían dicho que a mitad de
película, el joven proyeccionista salía siempre de su
angosto local y pedía en voz alta
fuego para prender un cigarro. Al día siguiente me senté en la
última fila del balcony, con una
fosforera en el bolsillo. Y gracias a la
chispa que alimenta el vicio, disfruté del filme con mis ojos alineados
con el haz de luz que daba vida a una historia en la pantalla. No solo los actores se revelaron de una
manera diferente. Parapetado junto a la
máquina rebobinadora, observé las obscenidades
gozosas del público en las butacas. Era una atmósfera de sombras chinescas con personas
reales y gemidos en sordina.
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