Por: Lázaro Sarmiento
Mi recuerdo más antiguo de La Habana tiene que ver con tazas de café.
Dormí con mi papá y un tío en una casa de huéspedes de la calle Neptuno. Después de esta primera noche en la gran ciudad me llevaron a desayunar a una cafetería en la esquina de San Rafael y Águila, frente a la tienda Roseland. Quedé fascinado por el movimiento casi sincrónico de grupos de hombres y mujeres cuyas manos y brazos acercaban con deleite hacia sus labios las blanquísimas tazas con el vivificante líquido , expulsado instantes antes del interior de unas cafeteras enormes y niqueladas que parecían diseñadas para la escenografía del planeta Mongo.
Yo estaba hipnotizado por ese ritual urbano alrededor de hileras de tazas de café. Eran llenadas con robótica rapidez por empleados muy pulcros y consumidas con elegante lentitud (pero con prisa latente) por los habaneros antes de partir a sus oficios y deberes. Ese ritmo de camareros y parroquianos, relacionado con sabores, rutas de guaguas y camisas planchadas, desaparecería con el tiempo. Luego, la evolución tecnológica extinguiría aquellas cafeteras, artefactos fabulosos en el territorio de mi infancia.
Los recuerdos de ese primer día en La Habana, la gente como hormigas desplazándose hacia sus destinos, la decoración de las vidrieras de Fin de siglo, y los vendedores de periódicos voceando las leyes del Gobierno Revolucionario, están envueltos en el vapor que salía de las cafeteras del emperador Ming.
Mi recuerdo más antiguo de La Habana tiene que ver con tazas de café.
Dormí con mi papá y un tío en una casa de huéspedes de la calle Neptuno. Después de esta primera noche en la gran ciudad me llevaron a desayunar a una cafetería en la esquina de San Rafael y Águila, frente a la tienda Roseland. Quedé fascinado por el movimiento casi sincrónico de grupos de hombres y mujeres cuyas manos y brazos acercaban con deleite hacia sus labios las blanquísimas tazas con el vivificante líquido , expulsado instantes antes del interior de unas cafeteras enormes y niqueladas que parecían diseñadas para la escenografía del planeta Mongo.
Yo estaba hipnotizado por ese ritual urbano alrededor de hileras de tazas de café. Eran llenadas con robótica rapidez por empleados muy pulcros y consumidas con elegante lentitud (pero con prisa latente) por los habaneros antes de partir a sus oficios y deberes. Ese ritmo de camareros y parroquianos, relacionado con sabores, rutas de guaguas y camisas planchadas, desaparecería con el tiempo. Luego, la evolución tecnológica extinguiría aquellas cafeteras, artefactos fabulosos en el territorio de mi infancia.
Los recuerdos de ese primer día en La Habana, la gente como hormigas desplazándose hacia sus destinos, la decoración de las vidrieras de Fin de siglo, y los vendedores de periódicos voceando las leyes del Gobierno Revolucionario, están envueltos en el vapor que salía de las cafeteras del emperador Ming.
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Celebro el regreso. Bienvenido!!
ResponderEliminarBen tornato Lazaro!
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