domingo, 2 de agosto de 2015

BALCONY

Hay fumadores que logran un estallido único de sensualidad en el juego que establecen entre sus dedos, el cigarro, el encendedor y los claroscuros del rostro. Luego una sensación de intimidad te abraza. Aunque nunca he fumado, la primera vez que  descubrí ese efecto fue en el cine Ritz de Luyanó en compañía de tres amigos del barrio. Esa noche el líder del grupo era Iván, mayor que los demás. Ya se afeitaba, usaba colonia de adultos y consumía Populares sin filtro. Estábamos en séptimo y octavo grado y salíamos a caminar o sentarnos en las esquinas, a perder el tiempo, o juntarnos con otros muchachos. Los años han desdibujado su cara y no logro un retrato convincente; solo recuerdo la impresión que me produjo una palabra suya. Él fue quien sugirió subir al balcony del Ritz que siempre estaba vacío. A la acomodadora no le importaba lo que sucedía allí. Nos sentíamos libres. En el instante en que en la pantalla un montón de cuchillos entraban en la carne de un emperador romano,  Iván puso un cigarro en mis labios y dijo con tierna masculinidad: Pruébalo.

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